SOBRE LOS MAESTROS Y LOS PADRES
UN CANTO A LA LABOR DOCENTE, DISTINTA A LA DE ARTURITO P. REVERTE
’Una siesta de doce años’ Carles Capdevila / Periodista.
Educar debe de ser una cosa parecida a espabilar a los niños y frenar a
los adolescentes. Justo lo contrario de lo que hacemos: no es extraño ver
niños de cuatro años con cochecito y chupete hablando por el móvil, ni
tampoco lo es ver algunos de catorce sin hora de volver a casa. Lo hemos
llamado sobreprotección, pero es la desprotección más absoluta: el niño
llega al insti sin haber ido a comprar una triste barra de pan, justo
cuando un amigo ya se ha pasado a la coca. Sorprende que haya tanta
literatura médica y psicopedagógica para afrontar el embarazo, el parto y
el primer año de vida, y que exista un vacío que llega hasta los libros de
socorro para padres de adolescentes, esos que lucen títulos tan sugerentes
como Mi hijo me pega o Mi hijo se droga. Los niños de entre dos y doce años
no tienen quien les escriba.
Desde que abandonan el pañal (¡ya era hora!) hasta que llegan las
compresas (y que duren), desde que los desenganchas del chupete hasta que
te hueles que se han enganchado al tabaco, los padres hacemos una cosa
fantástica: descansamos. Reponemos fuerzas del estrés de haberlos parido y
enseñado a andar y nos desentendemos hasta que toca irlos a buscar de
madrugada a la disco. Ahora que al fin volvemos a poder dormir, y hasta que
el miedo al accidente de moto nos vuelva a desvelar, hacemos una siesta
educativa de diez o doce años.
Alguien se estremecerá pensando que este período es precisamente el
momento clave para educarlos. Tranquilo, que por algo los llevamos a la
escuela. Y si llegan inmaduros a primero de ESO que nadie sufra, allá los
esperan los colegas de bachillerato que nos los sobreespabilarán en un
curso y medio, máximo dos. Al modelo de padres que sobreprotege a los
pequeños y abandona los adolescentes nadie los podrá acusar de haber
fracasado educando a sus hijos. No lo han intentado siquiera. Los maestros
hacen algo más que huelga o vacaciones, y la educación es bastante más que
un problema. Pido perdón tres veces: por colocar en un título tres palabras
tan cursis y pasadas de moda, por haberlo hecho para hablar de los
maestros, y, sobre todo sobre todo, porque mi idea es -lo siento mucho-
hablar bien de ellos. Sé que mi doble condición de padre y periodista me
invita a criticarlos por hacer demasiadas vacaciones (como padre) y me
sugiere que hable de temas importantes, como la ley de educación (es lo
mínimo que se le pide a un periodista esta semana).
Pero estoy harto de que la palabra más utilizada junto a escuela sea
‘fracaso’ y delante de educación acostumbre a aparecer siempre el concepto
‘problema’, y que ‘maestro’ suela compartir titular con ‘huelga’.
La escuela hace algo más que fracasar, los maestros hacen algo más que
hacer huelga (y vacaciones) y la educación es bastante más que un problema.
De hecho es la única solución, pero esto nos lo tenemos muy callado, por si
acaso. Mi proceso, íntimo y personal, ha sido el siguiente: empecé siendo
padre, a partir de mis hijos aprendí a querer el hecho educativo, el
trabajo de criarlos, de encarrilarlos, y, mira por donde, ahora aprecio a
los maestros, mis cómplices. *¿Cómo no he de querer a una gente que se
dedica a educar a mis hijos?* Por esto me duele que se hable mal por
sistema de mis queridos maestros, que no son todos los que cobran por
hacerlo, claro está, sino los que son, los que suman a la profesión las
tres palabras del título, los que mientras muchos padres se los imaginan en
una playa de Hawái están encerrados en alguna escuela de verano, haciendo
formación, buscando herramientas nuevas, métodos más adecuados.
Os deseo que aprovechéis estos días para rearmaros moralmente. Porque *hace
falta mucha moral para ser maestro.* Moral en el sentido de los valores y
moral para afrontar el día a día sin sentir el aprecio y la confianza
imprescindibles. Ni los de la sociedad en general, ni los de los padres que
os transferimos las criaturas pero no la autoridad. ¿Os imagináis un país
que dejara su material más sensible, las criaturas, en sus años más
importantes, de los cero a los dieciséis, y con la misión más decisiva,
formarlos, en manos de unas personas en quienes no confía? Las leyes pasan,
y las pizarras dejan de ensuciarnos los dedos de tiza para convertirse en
digitales. Pero la fuerza y la influencia de un buen maestro siempre
marcará la diferencia: el que es capaz de colgar la mochila de un
desaliento justificado junto a las mochilas de los alumnos y, ya liberado
de peso, asume de buen humor que no será recordado por lo que le toca
enseñar, sino por lo que aprenderán de él.
Carles Capdevila / Periodista.
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